sábado, 4 de febrero de 2012

Expresiones de mi vida /14) Las ansias de la previa.

Nos sentamos, saqué la tarta, la corté y la serví.

—Está muy rica. —Gracias. Modestia aparte, es una de las comidas que mejor me salen.

Tendría que haber dicho que es una de las pocas medio elaboradas que me salen bien, pero ¿para qué andar contando las fallas en ese momento?

—Si te salen tan ricas, espero poder probar otra. —¿Querés otro pedazo? —Te agradezco, pero antes de venir me tomé una pastilla de esas medio repugnantes y me quitó el hambre.

Cuando me dijo eso, tenía ganas de gritar de alegría. Había estado ansioso, tanto o más que yo. La pastilla era la mejor palabra que hubiera podido escuchar: no quería tener mal aliento, tampoco quería comer mucho por las mismas razones que yo, y para concluir, estaba nervioso. Esas cosas solo podían significar que sentía lo mismo que yo.

Bueno, la cuestión es que, mientras estaba pensando o, mejor dicho, soñando con estas cosas, se me cayó una de las copas. Él la juntó con una rapidez, pero a la vez un cuidado increíble. Yo, cuando tengo que juntar vidrios y logro no cortarme, casi festejo.

—Ojalá no fuera muy cara. —No te preocupes, sos increíble. Yo ya me hubiera cortado.

Iba a decir que estaría insoportable o puteando a todo el mundo, pero de vuelta tomé la buena decisión de quedarme callada. Tiró los restos de vidrio, y yo serví el postre: dos flanes pequeños que se acaban en dos cucharadas. Después el café, y nos quedamos mirando. Era temprano todavía y había hablado poco, pero el tiempo se pasaba más rápido, y el silencio entre los dos no era incómodo. Al contrario, por lo menos yo lo hacía para ver cómo reaccionaba él, y sobre todo observar sus miradas y sus gestos, que me parecían los más dulces que alguien podía tener.

Cuando terminamos el café, los dos nos quedamos quietos por un momento. Él se acercó a mí y yo me acerqué a él también para que viera que sí, que quería. Nos besamos, y lo llevé de la mano a la habitación.

Qué lindo fue eso, y raro, porque hacía muchísimo que yo no estaba con un hombre, y ni hablar con un hombre como él. Ni mi marido, que no era feo y que no tenía mal cuerpo, se veía y sobre todo se sentía como él: un cuerpo hermoso, y además la forma en que me tocó, me acarició, me besó. Yo trataba de hacer lo mismo, y de verme y sentirme tranquila, darme cuenta de que no estaba dando una prueba y que, si lo estaba haciendo, esta no consistía en recordar lo estudiado sino en hacer lo que sentía, y tocar y sobre todo disfrutar. Le besé los ojos, la boca, la espalda, el pecho y los brazos, y él a mí. Me había olvidado del cosquilleo que se sentía cuando alguien te besa en partes del cuerpo que solo están acostumbradas al roce mecánico que una se da pasando las cremas o el jabón, y esas partes se sienten renacer, o por lo menos yo sentí eso. Fue hermoso sentir eso: sus caricias, su cuerpo, su calor, su transpiración, su mentón sobre mi hombro.

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