Llegó el invierno, y me encanta. Es extraño, la mayoría lo odia, pero a mí me gusta. Ojo, tiene sus cosas que no, pero en general me gusta sentir frío. Se presta para quedarse en casa, prepararse algo caliente, estar tranquila.
Escribí eso… y ahora no digo que odio el invierno, pero estoy cerca. Me resfrié. No puedo ni respirar. Me agarró fiebre, y cuando me agarra fiebre se me llena la boca de llagas.
No lo puedo creer: el otro día fui a ver a Esteban a la tarde, con sol, estaba lindo. Cuando volví, ya se había ido el sol, y para qué… a la noche empecé con tos, y al otro día no me podía ni mover.
El doctor me llenó de pastillas: que una para esto, otra para lo otro. Tenía que morderlas, sentirles el gusto asqueroso a esas porquerías porque no las podía tragar.
Ni hablar de cómo estoy: la nariz roja, toda lastimada, los labios también. En fin, la cara hecha un desastre.
Me la pasé en la cama mirando televisión. Después Esteban —un amor él— me trajo una portátil. Con esta y el televisor me entretuve un rato. Pero la enfermedad te complica todo. No te sentís cómoda en ningún lado. Querés dormir y no podés. Querés leer y se te cansa la vista. Querés mirar la televisión o la pantalla y te molesta el foco. En fin, no se puede estar.
Cuando me sienta mejor, vuelvo a escribir.
Hoy solo lo hice para sacarme la bronca por esta enfermedad de mierda.
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