No sabía si ir primero a ver a mi hija o a mi hermana; me decidí por mi hermana, ya que quería hablar de papá con ella.
Mi hermana vive bastante cerca de mis padres, en el mismo barrio, Palermo, claro que en una zona mucho más cara.
Cuando entro a su departamento, siempre me quedo impactada: esa mezcla de incomodidad con fascinación, bah, dicho en otras palabras, envidia. Esto es mío y para mí, ¿para qué voy a andar negándome lo obvio?
Sí, le tengo envidia. Envidio su casa, su auto, su ropa más o menos porque no me gusta lo que usa, pero sí su carrera. Aunque ella diga que no le gusta, o que la decepcionó, o que se traiciona, o no sé cuántas cosas, siempre va a tener reconocimientos. Entre una maestra, profesora o asistente, y una periodista, hay una vida de diferencia, sobre todo en plata y reconocimiento.
—¿Cómo andás?
Ahí estaba Ana con un vestido rojo demasiado corto y ceñido para su edad. A los cincuenta y tres años no tendría que usar algo así.
—Bien, ¿y vos?
Me dio un beso y me quedó impregnado el hermoso olor de la crema antiarrugas que usa.
—Con trabajo, igual un poco menos. Ya a esta edad, si no podés delegar, retírate.
—Vos podrías.
—Pero no quiero.
Gata flora, siempre lo fue.
—Con el gobierno que tenemos debés tener para escribir y decir de sobra.
—La gente no quiere escuchar críticas al gobierno.
—Los que te miran a vos, sí.
—Ni ellos. La gente está cansada de oír que el gobierno que no les gusta gana. Además, estoy por empezar un nuevo programa, uno más social.
—¿Ya empezaste vos también con eso?
—Es lo que funciona, a la gente le gusta.
—¿Y a vos?
—Sí, qué sé yo, ya no sé qué me gusta y qué no.
—Vos sabrás.
—¿Qué te dije recién? Nunca escuchás.
—¿Viste cómo está papá?
—Sí, fui el lunes. Pobrecito, está jodido.
—Y mamá ni lo mira. Yo creo que hay que poner a una persona.
—Ya se lo dije a papá y no quiere. Dice que lo hace sentir inútil.
—Pero no puede estar así, se va a morir.
—Laura, igual se va a morir. Lo siento, pero es así. Vos lo viste, casi no se levanta, no quiere comer.
La miré con impotencia, pero ¿qué podía hacer? Papá no quería vivir, y me gustara o no, tenía que respetar su decisión.
Le iba a preguntar por Natalia, pero hubiera quedado mal como madre si le preguntaba por mi propia hija. La saludé y me fui.
Ahora me falta lo más difícil de todo el viaje: ver a mi hija.