Al llegar, nos quedamos en un silencio que parecía acordado, viendo cómo se nublaba el vidrio por nuestra respiración. Augusto prendió el aire para desempañarlo, pero fue poco y nada lo que este hizo; creo que lo nubló más.
Si hay una cosa que odio es el silencio. Hasta cuando estoy sola, enseguida tengo que prender algo o ponerme a cantar por más ridículo y mal que cante; es algo que me hace sentir bien. Y ahí con Augusto, no iba a ser yo la que empezara a hablar, y no podía bajarme y ponerme a cantar afuera como una loca. Así que me puse a cantar ahí, traté de pensar lo más rápido que pude en canciones que nada tuvieran que ver con el amor, pero hay tan pocas, o por lo menos yo no me acordaba de ninguna. Bueno, tampoco me acordaba de ninguna letra. Entonces, me puse a tararear, no sé cuál.
Augusto dejó de mirar el vidrio y me miró fijamente.
—¿Qué hacés?
—Tarareo, ¿no escuchás?
—¿Y qué canción?
—No me acuerdo.
Tuve que contenerme por la gracia que me causaba esa conversación.
—¿Quién la cantaba?
—No sé, solo me acuerdo de la melodía.
—¡Dale, quién!
—De verdad, no me acuerdo.
Él se puso a tararear conmigo.
—¡Mierda, yo he escuchado esa canción, pero no me viene quién la cantaba, ni la letra, solo la melodía!
—¿Y esta otra la conocés?
Me puse a tararearla.
—Esa sí, ¿y vos esta?
Ambos nos pusimos a tararear. Sin darnos cuenta, empezamos a reírnos, a acercarnos, a olvidar el vidrio nublado.
—Nos conocimos por una melodía, ¿te acordás?
—Sí.
—Te gustaban las mismas canciones que a mí.
—Tenemos muchos parecidos, y lo sabés.
Podría haberle contestado que también lo contrario, que teníamos muchas cosas en las que no nos parecíamos en nada, pero no.
Buscamos entre las radios, y había una que pasaba canciones viejas, y muchas de ellas eran las que nosotros habíamos tarareado, incluso esa con la que yo había empezado sin darme cuenta...
—¡Es esa!
—Sí, mi amor.
Ambos estábamos tan felices. Nos besamos, y de a poco vimos cómo el cielo se transformaba en un celeste rosado. Llegaron los de la aseguradora, arreglaron mecánicamente el auto, nos saludaron de la misma forma y se fueron.
Cuando seguimos, el cielo ya había pasado a un celeste blanquecino, y ya empezaba el amarillo y los primeros rayos del sol. Siempre me gustó el amanecer, así como odio el ocaso, ya que, aunque sea una obviedad lo que pensé y ahora escribo, uno representa la vida y el otro la muerte.
La panadería acababa de abrir. Nos metimos en ella como si estuvieran a punto de cerrar, y pedimos unas facturas, y nos fuimos a la casa. Tomamos un café y las mismas, después nos acostamos.
A pesar del sueño y de que habíamos comido hacía nada, hicimos el amor, y fue la vez más dulce y hermosa. Dormir a esa hora tiene algo contradictorio, por lo menos para mí, que siempre me levanto a más tardar a las nueve, y ese día me estaba recién durmiendo a las ocho. Pero me sentí tan bien por hacerlo.