El último plato después de varios, todos ya estaban otra vez limpios. En su casa lo calmaba lavar los platos, nada que ver a cuando había sido bachero, el poco tiempo que estuvo ahí sufrió la labor como pocos trabajos en su vida. Le dio gracia porque de la variedad de empleos que podía buscar sin experiencia había elegido ese porque era algo que en su casa le gustaba hacer, pero una vez en el restorán el sentir el agua, el detergente, la esponja se volvió una desgracia. Las manos, la espalda, los pies, los nervios, le quedaban destrozados. Igual ni bien terminaba de lavar los platos se volvía a olvidar de ese trabajo.
Acomodó todo en la alacena y se fue al comedor, desde ahí escuchó los ronquidos de su padre y fue a apagar el televisor de su habitación. Cuando su padre se dormía el único momento del día que Sebastián sentía alivio, exhalaba y se decía: un día menos.
Trataba de ni verse al espejo porque hacía mucho que la imagen que este le devolvía solo conseguía arruinarle el día.
Su aspecto cadavérico lo repugnaba. Alberto todavía no tenía ni 70 años, pero el cáncer y las enfermedades respiratorias lo habían deteriorado a un nivel que le hacían parecer una persona mucho mayor de lo que era. El agitarse por todo, lo que llevaba a que hasta ir de la habitación al comedor fuera un esfuerzo, lo frustraba y amargaba. Sobre todo el depender de su hijo, Sebastián a quien lo unía el desprecio. Ambos trataban de callarse, ya bastante les irritaba la presencia del otro, pero el odio estaba ahí, y por cualquier cosa reventaba.
Comían con música de fondo, preferían no mirar televisión para no discutir sobre las noticias, y como a ambos les irritaba el ruido de los cubiertos sobre los platos, ponían música, una que a ninguno de los dos les gustaba para estar en igualdad de condiciones.
Al principio, a Sebastián le costó acostumbrarse a ver a gente mayor gastándose casi toda su jubilación en billetes de lotería, o como ellos lo llamaban: numeritos. Se sentía como un dealer, ya que la ansiedad, emoción y alegría que tenía por el papel que le entregaba y que en la mayoría de los casos a las pocas horas no tendría ningún valor, era patética. Hasta que se dijo a sí mismo que la mayoría no perdían tanto, que era una forma de entretenerse y olvidarse de sus problemas, no sería la mejor, pero tampoco iban a morirse por eso. Además, él no tenía ninguna responsabilidad para con ellos, nadie los amenazaba con un arma para que entraran. Las señoras y señores eran amables, conversadores, y él les seguía la charla. Muchas veces eran las conversaciones más largas que tenía durante el día.
Una vez que terminaba su jornada se iba a correr durante una hora, lo descargaba y recargaba a la vez.
Al volver a su casa se duchaba y después de vestirse iba a ver a su padre.
sábado, 1 de julio de 2023
El eco en casa /1)
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