Ni me acordaba de lo que había escrito. Ya pasó un mes y medio desde entonces. Apenas he prendido la computadora. El trabajo no me dejó tiempo para nada.
Ese lunes cuando volví, no saben lo que me costó levantarme a la mañana. Cuando el cuerpo y la cabeza se acostumbran a despertarse más tarde, volver a la puta rutina es una tortura. Y encima ver las mismas caras, que te piden lo mismo, con la misma hipocresía.
—Laura, el chico de los Sanders que no vino a la prueba… ¿podés ir a la casa, por favor?
Ser asistente social a veces es cansador. Bah, ¿qué a veces? Siempre. Pero igual lo prefiero a ser maestra. Eso me frustraba. Es imposible enseñarles bien a los chicos si tenés 25 alumnos y tenés que estar viendo que no les pase nada: que suelten el celular, que no se corten con las putas trinchetas (no sé por qué no prohíben esas porquerías), que no estén rayando las mesas, que escriban, que hagan lo que una les pide. Es agotador.
Cada vez que voy a la casa de un chico, es odioso.
No saben lo que es entrar a esas casas en verano, con un calor inaguantable. Y las madres, más inaguantables todavía. Te miran desafiantes, cuando se les debería caer la cara de vergüenza por no mandar a sus hijos a la escuela.
Me presenté. Ni siquiera fue capaz de decirme “sentate” o “¿querés tomar algo?”. Ya sé que no soy una visita, pero si alguien entra a tu casa, tratala como corresponde. Más si no trabajás. Porque con las uñas que esa tenía, es obvio que lo único que agarra con las manos es el cigarrillo. Se lo pasaba de la mano a la boca. Y encima, la hija de puta me tiraba el humo en la cara. Y el ventilador, por supuesto, del lado de ella. No fue capaz de ponerlo en modo rotación para que me llegara un poco. ¿Para qué? Si yo solo iba a hablar con ella e intentar que el hijo no repitiera el año, nada más.
En fin. La tipa se sirvió una cerveza. A las once de la mañana. Y me seguía mirando con recelo.
—¿Y qué quiere que haga? Yo le digo que vaya. No sé cuántas veces le he repetido que lo voy a cagar a palos si no va. Y no me hace caso. Me dice que va, y después me cuenta la vecina que andaba jugando con el hijo de ella.
—Señora, si no va, le van a quitar el salario.
Ahí sí le cambió la cara. A estas les decís que les van a sacar la plata, y es como si les dijeras que las vas a matar.
Se quedó un minuto en silencio, sin saber qué cara poner: si enojada, consternada (aunque seguramente ni conoce esa palabra), o qué. Eligió la más inteligente: casi se pone a rogarme.
—Mire, voy a tratar... No, voy a hacer hasta lo imposible para que vaya a la escuela. Yo misma lo llevo y lo dejo en la puerta. ¿No podría estar usted ahí, así me aseguro de que cuando me vaya se queda adentro? Porque lo conozco, y es capaz de entrar y volver a salir.
—Sí, señora. No se preocupe, yo voy a estar en la puerta esperándolo.
Salí contenta por la victoria. Pero me duró un ratito. Después vuelve a pasar lo mismo con otra madre. Y otra. Y otra. A algunas les asustás con lo del salario y reaccionan. A otras no. Porque hay unas cuantas que son más leguleyas que una abogada. No saben ni hablar, pero se conocen todas las leyes.
Y cuando empezaron las clases, otra vez la misma historia: andá a ver por qué no vino este, o el otro. A asustar a las que no son tan leguleyas y a tratar de convencer a las que sí.
Me enerva tener que decirles lo obvio: que los hijos tienen que terminar, aunque sea, la primaria. Yo no puedo creer lo que son estos padres. Porque los de antes tenían mil defectos —si lo sabré yo— pero estaban convencidos de que sus hijos tenían que superarlos. Que tenían que tener una mejor educación. Tratar de conseguir lo que ellos no lograron.
Estos no. Es como si se sintieran orgullosos de su ignorancia. Y les encantara que sus hijos fueran más mediocres todavía. Como si dijeran: “Si yo no logré nada, ¿por qué mi hijo sí? Que se reviente igual que yo.”
Lamentablemente, la ignorancia genera miseria. Tanto económica como moral.
Qué deprimente lo que escribí hoy. Ya me cagué el fin de semana. No… todavía me queda el domingo. A ver qué hago.
No debería escribir sobre el trabajo, pero es parte de mi vida. Además, puedo descargarme. Total, nadie sabe que lo hago. Es algo para mí. Como una terapia. Y en el fondo, está bueno descargarse, porque si le decís estas cosas a alguien, te da la razón y, cuando te das vuelta, te está criticando.
Todos se creen que ser asistente es tomar café y escribir detrás de un escritorio. Sí, eso también es, no lo voy a negar. Pero también hay que meterse en la casa de cualquiera, sin saber cómo te van a recibir. Y encima, con algunos, tener que hacerme la simpática para que, por favor, manden a los chicos a estudiar. Cuando es su obligación.
Así que mejor lo escribo.
Igual, todo no es malo en el trabajo. Pero eso lo cuento otro día. Hoy vienen a cenar Armando con Nancy y los chicos, y todavía no preparé nada.
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