La soledad era algo extraño para Alberto, en el fondo sentía que tal vez fuera lo que siempre había buscado, pero cuando la alcanzaba no se sentía satisfecho. Algo en él le impedía estar cómodo, aunque rara vez lo analizaba, no le gustaba pensar en eso, siempre le había parecido una boludez. Perder el tiempo, cosas que hacía gente que le gustaba mirarse el ombligo. Además nunca se llegaba a ninguna conclusión. Para Alberto se asemejaba a la droga, te volvías adicto y terminabas peor de como estabas antes de empezar a consumir. No había que escuchar demasiado la voz interior, no para eso. El silencio era mejor, incluso el interior, había que intentar encontrar paz ahí. Aprender a no escucharse, pasar el tiempo lo más cómodo que pudiera sin preocuparse de nada más que lo imprescindible. Era así, la gente siempre intentaba buscarle la quinta pata al gato, dar vueltas sobre lo mismo, negar la realidad. Qué fácil sería para él hacer eso, auto engañarse y no sentirse viejo, débil, solo, fracasado y enfermo. Pero eso no iba a cambiar nada, al contrario, haría que le costara levantarse.
A Sebastián a veces lo embargaba una sensación de abandono, de angustia. Pero no era por los demás o casi nunca, cuando estaba con su padre, sí, era él. Sentía que Alberto le consumía la energía, que lo debilitaba, lo volvía pequeño. La aversión que le provocaba era algo que lo perseguía. Alguna vez lo había querido, y su padre a él, ese era el tema, la cuestión que nunca lograba responderse y que lo marcaba, era como una quemadura que le dejara una cicatriz que seguía molestando. Tenía que hablar con él, se sonrió frente a esa idea, tantas veces y tantas charlas, peleas, confrontaciones, sin llegar a ningún lado, pero se prometió que esa sería la última vez, después, resolvieran o no, probablemente no, daría por concluida las cosas, concluiría ese capítulo de su vida para siempre. No sabía si podría hacerlo, muchas veces se había prometido lo mismo y jamás cumplido. Pero no quería ser de esas personas que se pasan la vida atravesadas por el resentimiento. Así era su padre, y lo que había buscado era no parecerse a él aunque involuntariamente cada día estaba más parecido. El tomar la decisión de enfrentarlo hizo que inmediatamente le cambiara el humor, sintió una satisfacción repentina, algo en su interior le hacía pensar que esta vez lo conseguiría. Una sonrisa se dibujó en sus labios, se sacó las zapatillas, los pantalones y se acostó. No recordaba la última vez que se durmiera tan aliviado, o que lo hiciera de forma plena, sin despertarse varias veces, sin pesadillas, sin nada, solo sueño.
Se levantó, se bañó, se cambió, desayunó, por primera vez en mucho tiempo haciendo tostadas e incluso un huevo revuelto, una costumbre que tuvo durante un tiempo luego de unas vacaciones donde se hizo amigo de un estadounidense que lo hacía, y fue a la casa de su padre.
Ahí estaba sentado en el sillón viendo un canal de noticias, con la forma de su cara pareciendo una U dada vuelta. Le abrió la ayudante terapéutica, que le dijo que estaría en la cocina por si necesitaban algo.
Alberto apagó el televisor, Ariel no recordaba la última vez que habían hablado sin que el aparato estuviera encendido.
Agarró una silla y la puso enfrente de su padre, se sentó.
-Necesito que hablemos, pero en serio, no que nos tiremos mierda.
-Habla.