sábado, 30 de diciembre de 2023

El eco en casa /8)

La soledad era algo extraño para Alberto, en el fondo sentía que tal vez fuera lo que siempre había buscado, pero cuando la alcanzaba no se sentía satisfecho. Algo en él le impedía estar cómodo, aunque rara vez lo analizaba, no le gustaba pensar en eso, siempre le había parecido una boludez. Perder el tiempo, cosas que hacía gente que le gustaba mirarse el ombligo. Además nunca se llegaba a ninguna conclusión. Para Alberto se asemejaba a la droga, te volvías adicto y terminabas peor de como estabas antes de empezar a consumir. No había que escuchar demasiado la voz interior, no para eso. El silencio era mejor, incluso el interior, había que intentar encontrar paz ahí. Aprender a no escucharse, pasar el tiempo lo más cómodo que pudiera sin preocuparse de nada más que lo imprescindible. Era así, la gente siempre intentaba buscarle la quinta pata al gato, dar vueltas sobre lo mismo, negar la realidad. Qué fácil sería para él hacer eso, auto engañarse y no sentirse viejo, débil, solo, fracasado y enfermo. Pero eso no iba a cambiar nada, al contrario, haría que le costara levantarse. 

A Sebastián a veces lo embargaba una sensación de abandono, de angustia. Pero no era por los demás o casi nunca, cuando estaba con su padre, sí, era él. Sentía que Alberto le consumía la energía, que lo debilitaba, lo volvía pequeño. La aversión que le provocaba era algo que lo perseguía. Alguna vez lo había querido, y su padre a él, ese era el tema, la cuestión que nunca lograba responderse y que lo marcaba, era como una quemadura que le dejara una cicatriz que seguía molestando. Tenía que hablar con él, se sonrió frente a esa idea, tantas veces y tantas charlas, peleas, confrontaciones, sin llegar a ningún lado, pero se prometió que esa sería la última vez, después, resolvieran o no, probablemente no, daría por concluida las cosas, concluiría ese capítulo de su vida para siempre. No sabía si podría hacerlo, muchas veces se había prometido lo mismo y jamás cumplido. Pero no quería ser de esas personas que se pasan la vida atravesadas por el resentimiento. Así era su padre, y lo que había buscado era no parecerse a él aunque involuntariamente cada día estaba más parecido. El tomar la decisión de enfrentarlo hizo que inmediatamente le cambiara el humor, sintió una satisfacción repentina, algo en su interior le hacía pensar que esta vez lo conseguiría. Una sonrisa se dibujó en sus labios, se sacó las zapatillas, los pantalones y se acostó. No recordaba la última vez que se durmiera tan aliviado, o que lo hiciera de forma plena, sin despertarse varias veces, sin pesadillas, sin nada, solo sueño. 
Se levantó, se bañó, se cambió, desayunó, por primera vez en mucho tiempo haciendo tostadas e incluso un huevo revuelto, una costumbre que tuvo durante un tiempo luego de unas vacaciones donde se hizo amigo de un estadounidense que lo hacía, y fue a la casa de su padre. 
Ahí estaba sentado en el sillón viendo un canal de noticias, con la forma de su cara pareciendo una U dada vuelta. Le abrió la ayudante terapéutica, que le dijo que estaría en la cocina por si necesitaban algo. 
Alberto apagó el televisor, Ariel no recordaba la última vez que habían hablado sin que el aparato estuviera encendido. 
Agarró una silla y la puso enfrente de su padre, se sentó.
-Necesito que hablemos, pero en serio, no que nos tiremos mierda. 
-Habla.
 


El eco en casa /7)

El nacimiento no mejoró las cosas. Era un bebe enfermizo que necesitaba cuidados diarios, a Verónica le costaba hacerlo, había quedado muy debilitada por el embarazo y ocuparse de alguien más que dependía para todo de ella, la abrumaba. La ayuda de su madre, que empezó a ir todos los días a su casa varias horas, que le indicaba cómo hacer cada cosa, volvía a sentirse una nena, sus expectativas de ser como su madre se veían frustradas por la realidad. 
Adela, su madre, le repetía que no tenía que ponerse así, que a todas las madres primerizas les costaba al principio, que tenía un periodo de adaptación. Pero Verónica no estaba segura, no creía que su madre hubiera pasado por todo eso. Tampoco quería preguntarle, no tanto por vergüenza sino porque se le iba a caer el mito que había creado sobre ella.
Igual Adela sin que se lo preguntara, le dijo que los primeros meses habían sido difíciles, dolorosos, incluso desesperantes. Cuando Verónica le peguntó cómo hizo para superarlo, no quiso decirle que se lo tuvo que aguantar, en su tiempo nadie le daba pelota a esas cosas y todos esperaban que la mujer se hiciera cargo de todo lo que tenía que ver con los chicos y la casa. Era su obligación. Así que le tocó tragarse las lagrimas, las dudas, los miedos y hacer como si no los tuviera, fingir hasta que se hiciera real. Pero eso pesaba, costaba y no quería que su hija pasara por lo mismo. 
 
Con la ayuda de mi mama, hija, como vos ahora. Verónica no le creyó, pero entendió que debía dejarse ayudar, no solo para estar bien, sino por su hijo.
De a poco empezó a necesitar cada vez menos la ayuda de su madre. Dejó de tenerle miedo a que el bebe se le cayera cuando lo bañaba, o se ahogara cuando le daba la teta, a confiar en sí misma. 
Lo que se profundizó fue su distancia con Alberto, cada día sentía que tenía menos en común con él. Su hijo, pero lo veía poco y cuando lo veía no le dedicaba atención. A medida que pasaba el tiempo y ya no sentía atracción, ni compatibilidad hacía él. Ese sentimiento se fue transformando en desagrado, le costaba compartir espacio con Alberto. Hablar con él, tener sexo, aunque eso era muy poco frecuente, ya que Alberto casi nunca la buscaba, de hecho apenas le demostraba cariño, ella igual, no le nacía, ni quería fingirlo, ni forzarse a seguir intentando, por lo que se limitaba a ser una ama de casa, algo que cada vez le costaba y la aburría más. La cansaba la rutina de lavar la ropa, barrer el piso, ir a hacer las compras, orear, preparar la comida, etc. Le parecía monótono, pudridor, no encontraba ninguna satisfacción u orgullo cuando veía la casa limpia. Aunque se decía que era mucho mejor que un espacio sucio, pero no era algo que le gustara, tampoco sabía qué podía gustarle, no tenía un anhelo, una esperanza, ni un deseo. Todos se habían concentrado en casarse, tener su propia casa y familia, pero ahora que tenía todo eso en el fondo no significaban nada. Su hijo en parte le provocaba lo mismo que la casa, lo atendía, le enseñaba palabras, lo hacía dar pasos, jugaba con él, lo estimulaba, pero porque sentía que era su obligación, no porque le gustara.