En el momento que Rebeca había apoyado la bandeja y posteriormente las tazas, sin siquiera poner un plato debajo. Estela por fin tomó consciencia de que Emilse estaba muerta.
Su madre nunca apoyaba nada sobre los manteles buenos, solían desayunar, almorzar, merendar y cenar sobre manteles de segunda, con dibujos de flores o frutas, siempre de hule, aunque su madre odiaba el hule, sabía qué era lo mejor para que su mesa no se rallara, además que no se manchaban y duraban mucho más que los de tela.
Recordó una madrugada que Saúl había llegado de un baile y se había puesto a fumar mientras tiraba las cenizas en sus recién sacados zapatos, Emilse estaba revolviendo la alacena media dormida buscando un cenicero. Saúl estaba borracho y se puso a tararear una canción y al mover las manos, olvidando descargar antes el cumulo de cenizas acumuladas en la base del cigarrillo, éstas fueron a dar al centro del mantel. Su madre como si lo hubiera presentido volvió corriendo de la cocina, al ver el mantel ennegrecido lo corrió para ver si su no menos preciada mesa había sido tocada también por la ceniza, al comprobar que no, miro con furia a Saúl, este le sostuvo la mirada, diciendo:
-Solo le rasgué el vestido, el himen lo tiene sano, mamita.
Emilse cerró el puño sobre el cenicero y con el mismo empezó a golpearlo en la cabeza y las mejillas, largando ahogados gritos de furia.
Saúl empezó a pedir ayuda, nadie supo que Estela estaba ahí, que miraba todo por la puerta del pasillo, al sentir el característico ruido que hacia la cama de sus padres cuando alguien se levantaba, volvió a su habitación y cerró la puerta.
Pensó que Saúl tenía que recordar eso, ya que habían sido pocas las veces que Emilse les pegara, por lo menos con las manos, lo suyo era la lengua, con la que los golpeaba, de las golpizas verbales conservaba una amplia gama de recuerdos desde su infancia hasta pocos días atrás.
Al volver su mente y su vista al presente y al mantel, lo primero que atinó fue ir al lavadero, hacia casi diez años que su madre sufría dolores en los huesos y los calmantes solo le permitían realizar pequeñas tareas de cocina pero prohibido lavar la ropa, algo que siempre la calmaba y adoraba hacer. Se pasaba horas refregando con jabón blanco y los nudillos rojos y anchos.
Estela recordó la alegría que sintió cuando a su madre le prohibieron lavar, sobre todo por los manteles, ella decidió hacerle el favor, solo para refregarle su actual incapacidad, hasta que notó que su madre se había resignado y que disfrutaba que alguien lavara a mano los manteles, ese día dejó de hacerlo, y Emilse a regañadientes tuvo que dejar que la chica que venía a cuidarla, los llevara a un lavadero.
Los últimos años de su madre, Estela se pasaba el día con ella, casi siempre discutiendo.
-A mí no me vengas a joder con eso, siempre fuiste una tarada, una mediocre, mira tus hermanos pero sobre todo tus hermanas bien o mal se destacaron ya desde chiquitas, vos no, siempre entre mis polleras, si hubieras sido varón iban a decir que eras maricón.
-Lo dicen de otro...
-Cállate.
-Entonces no me jodas, mamá, no querés hablar del raro, bueno, entonces hablemos de Agustín.
Agustín, su madre no volvía abrir la boca por varios minutos después que dijeran ese nombre, igual sus hermanos, e incluso ella solía ponerse así. Agustín era "eso" de lo que nadie hablaba.
Su madre nunca apoyaba nada sobre los manteles buenos, solían desayunar, almorzar, merendar y cenar sobre manteles de segunda, con dibujos de flores o frutas, siempre de hule, aunque su madre odiaba el hule, sabía qué era lo mejor para que su mesa no se rallara, además que no se manchaban y duraban mucho más que los de tela.
Recordó una madrugada que Saúl había llegado de un baile y se había puesto a fumar mientras tiraba las cenizas en sus recién sacados zapatos, Emilse estaba revolviendo la alacena media dormida buscando un cenicero. Saúl estaba borracho y se puso a tararear una canción y al mover las manos, olvidando descargar antes el cumulo de cenizas acumuladas en la base del cigarrillo, éstas fueron a dar al centro del mantel. Su madre como si lo hubiera presentido volvió corriendo de la cocina, al ver el mantel ennegrecido lo corrió para ver si su no menos preciada mesa había sido tocada también por la ceniza, al comprobar que no, miro con furia a Saúl, este le sostuvo la mirada, diciendo:
-Solo le rasgué el vestido, el himen lo tiene sano, mamita.
Emilse cerró el puño sobre el cenicero y con el mismo empezó a golpearlo en la cabeza y las mejillas, largando ahogados gritos de furia.
Saúl empezó a pedir ayuda, nadie supo que Estela estaba ahí, que miraba todo por la puerta del pasillo, al sentir el característico ruido que hacia la cama de sus padres cuando alguien se levantaba, volvió a su habitación y cerró la puerta.
Pensó que Saúl tenía que recordar eso, ya que habían sido pocas las veces que Emilse les pegara, por lo menos con las manos, lo suyo era la lengua, con la que los golpeaba, de las golpizas verbales conservaba una amplia gama de recuerdos desde su infancia hasta pocos días atrás.
Al volver su mente y su vista al presente y al mantel, lo primero que atinó fue ir al lavadero, hacia casi diez años que su madre sufría dolores en los huesos y los calmantes solo le permitían realizar pequeñas tareas de cocina pero prohibido lavar la ropa, algo que siempre la calmaba y adoraba hacer. Se pasaba horas refregando con jabón blanco y los nudillos rojos y anchos.
Estela recordó la alegría que sintió cuando a su madre le prohibieron lavar, sobre todo por los manteles, ella decidió hacerle el favor, solo para refregarle su actual incapacidad, hasta que notó que su madre se había resignado y que disfrutaba que alguien lavara a mano los manteles, ese día dejó de hacerlo, y Emilse a regañadientes tuvo que dejar que la chica que venía a cuidarla, los llevara a un lavadero.
Los últimos años de su madre, Estela se pasaba el día con ella, casi siempre discutiendo.
-A mí no me vengas a joder con eso, siempre fuiste una tarada, una mediocre, mira tus hermanos pero sobre todo tus hermanas bien o mal se destacaron ya desde chiquitas, vos no, siempre entre mis polleras, si hubieras sido varón iban a decir que eras maricón.
-Lo dicen de otro...
-Cállate.
-Entonces no me jodas, mamá, no querés hablar del raro, bueno, entonces hablemos de Agustín.
Agustín, su madre no volvía abrir la boca por varios minutos después que dijeran ese nombre, igual sus hermanos, e incluso ella solía ponerse así. Agustín era "eso" de lo que nadie hablaba.
Estela suspiró, dejó el mantel abollado sobre la mesa, tomó su cartera y salió de la casa, le sorprendió cerrar la puerta y llevarse la mano derecha hacia la cartera buscando un pañuelo de papel para quitarse el olor del perfume de su madre, que siempre después de darle el beso de despedida quedaba impregnado en su nariz.