jueves, 28 de abril de 2011

Los peces muertos.

Cuando mi padre y mi tío decidieron llevarnos a la laguna, me alegré, aunque estaba lleno de gente porque era viernes y encima feriado, después de recorrer un buen trecho, encontramos un lugar donde no había carpas o casillas rodantes.
Eran las seis de la tarde de un ocho de diciembre, al bajarnos de la camioneta, mi prima se puso su maya, yo la mía y nos fuimos a nadar, después de un rato nos cansamos, quedamos flotando, comenzaba el ocaso, y la laguna iba adquiriendo un tono dorado, que daba la fantasía que se fundía con el sol y que nadábamos en él.
Mi hermano con mi primo mayor, se habían bajado medio kilómetro atrás al ver un picado, y observar que varios de los chicos que estaban jugando eran conocidos, se les unieron.
Mi primo menor se quedó pescando.
Una hora después, acalambradas y con frío mi prima y yo nos subíamos a la camioneta, sudorosos y llenos de tierra lo hacían nuestros respectivos hermanos, y silencioso y con los ojos clavados en su frasco lleno de mojarritas, iba Ariel, mi primo menor.
Luego de un sábado más o menos igual al viernes, me desperté sintiendo el olor del papel y las ramas que mi padre quemaba para luego colocar las brazas.
Oí el timbre, y cuando abrí vi a mi primo Ariel que seguía con la mirada fija en el frasco, pero no la triunfal del viernes, sino una mezcla de asombro y angustia, el borde del frasco estaba negro, repleto de peces muertos, solo uno nadaba apenas débilmente.
Mi madre lo miró, odiaba los malos olores, cuando iba a decir algo, el último pez murió, Ariel levantó el frasco y lo tiró contra el recientemente encerado piso de mi madre.
-Mira lo que hiciste, pendejo de mierda.
-A quien insultas, basura.
-A tu hijo, qué pasa la tarada que tenés como sirvienta no lo sabe criar, a vos ni te pregunto, si te la pasas haciendo cursos, para no estar en tu casa.
-Para lo que te sirve estar a vos, tus hijos se la pasan en mi casa.
-Listo, no van más, si le molesta a la negra que te los cuida, la verdadera dueña de casa, ya que vos no sos capaz ni de lavar un plato, menos te vas a ocupar de tus hijos.
Siguieron escupiéndose reproches una a la otra, todos los reproches y pases de facturas que se les venían a la cabeza, y que por años habían ido acumulando entre dientes, y dichos en ausencia de la otra de forma velada, fue la última vez que se hablaron, ya que nunca más pasaron una navidad o un año nuevo donde sabían que la otra iba a estar, o permitieron siquiera que mi hermano o yo invitáramos o fuéramos invitados en los respectivos cumpleaños, hasta que posteriormente ambas se separaron de sus maridos, las pocas veces que se llegaron a cruzar en el cajero del banco, no se dirigieron la palabra, apenas si se cruzaban una mirada para confirmar la aversión que sentían una por la otra.
Los insultos de mi madre ese domingo, siguieron, mientras que luego de ponerse guantes de goma, agarró los peces, los puso sobre la pala del jardín, y los enterró, un fuerte olor a lavandina invadió el comedor, seguido del sonido provocado por los trozos del frasco mientras los barría, después vi la espuma que se generaba por haber echado medio litro de detergente y otro medio de desodorante de ambiente para tapar el olor a pescado podrido mezclado con el de la lavandina.
Me fui a mi pieza, vi las muñecas desparramadas en la cama, con las que pensaba jugar con mi prima, las guardé rápidamente en un cajón, menos a mi Barby preferida, a ésta a agarré, le saque los brazos y las piernas y la empecé a golpear contra la pared, sentí que algo me molestaba en el pecho, era el corpiño que no me acostumbraba a usar, pero que mi madre desde que comenzara el calor, me obligaba a llevar religiosamente.
-Ya tenes once para doce, tenes que usarlos.
-Si no tengo nada.
-Ya vas a tener.
Me arranque el apretado corpiño, y cubrí los restos de la Barby con él, removí la tierra donde mi madre había enterrado los peces y le agregué el cadáver plástico.


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